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Hace unos años cuando James abandonó Bruselas por su China natal me dejó éste espejo, fue un regalo que había hecho él mismo. Sobre la superficie escribió tres palabras que se repiten una y otra vez, las mismas tres palabras que titulan esta entrada del blog: puedo, no puedo.
Desde que me lo regaló ha estado situado en la entrada de casa, es lo primero que veo al entrar y lo último antes de salir.
La última semana y media ha sido especialmente dura, física y mentalmente, con los atentados del 22M en Bruselas y la espiral de trabajo que eso ha acarreado. La cuesta arriba se ha ido empinando en la misma proporción en que mis ojeras iban en aumento.
Los sitios en los que tuvieron lugar los atentados, ambos, son lugares comunes en mi día a día.
Maelbeek, la parada de metro, está una estación más allá de mi oficina. De hecho, nada más suceder la explosión solo tuve que abrir la ventana y dirigir la cámara hacía la calle para dar imágenes en directo de lo que estaba aconteciendo.
El aeropuerto de Zaventem representa para mi un cordón umbilical, ese que me permite volver a casa para reunirme con la familia. Cuántas veces lo habré pisado por placer y por trabajo, o como a finales de enero, para ir a despedir a mi madre.
En las primeras horas, del ya fatídico martes, el caos y el descontrol se apoderaron de todo y de todos, las imágenes que nos llegaban parecían querer competir por ser más brutales y sangrientas que las anteriores. Las visualicé con estupor e incredulidad, incapaz de asimilarlas a medida que iban pasando por mi retina.
La primera noche tiritaba al meterme en la cama como si de fiebre se tratase pero sin tenerla, la segunda el cansancio no me dejaba dormir, la tercera lo logré a trompicones...
Cada noche al llegar a casa, miraba mi reflejo y una voz dentro de mi repetía sin cesar "no puedo". Me sentía sin fuerzas, agotada para enfrentarme a un nuevo día. Sin embargo al despertar el canto de sirenas era bien distinto, lista para partir de nuevo al trabajo la voz decía "puedo" y cual mantra a él me he aferrado para afrontar estos días. Eran las dos caras de una misma moneda, dos reflejos bien distintos separados entre sí por unas horas.
La vida vuelve a la normalidad poco a poco en Bruselas y la mía sustancialmente ha cambiado bien poco, incluso en los días posteriores al atentado. A pesar de lo que se dice en los medios de comunicación por mi barrio no hay militares, la presencia policial no ha aumentado, la vida sigue tal y como la he visto en estos seis años.
Hoy resulta mucho más sencillo creer que puedo.